Todavía recuerdo el día que, a pesar del miedo, estaba deseando que me operaran para quitarme el insufrible dolor que tenía. Con esa operación se llevaban el tumor y así desaparecía el dolor y volvería a recuperar mi vida (o eso pensaba).
El día anterior tuve que ir nuevamente a urgencias, como tantos otros días ese verano, mientras esperaba aquella operación. El dolor no me permitía dormir y no quería pasar por quirófano sin haber descansado.
Me inyectaron algo por vena que, por fin, alivió mis síntomas, y esa noche pude dormir.
A la mañana siguiente tenía que estar a las 8 en el hospital. Enseguida vinieron a buscarme para ir al quirófano.
Sentada en la mesa de operaciones, aguantando la postura que me habían indicado para pincharme en la epidural, un enfermero se me acercó:
- Hola Raquel. Soy David, amigo de tu amiga María. ¿Qué tal?
- Hola David- dije a duras penas notando el dolor que comenzaba por mi espalda nada más notar el pinchazo - Me pillas en un mal momento. Disculpa que no me haya arreglado para conocerte. Es que me van a operar justo ahora- pensé, sin dar crédito a lo surrealista de poder estar conociendo a alguien en semejante situación.
- Sólo quiero que sepas que voy a estar por aquí, por si necesitas algo.
- Muchas gracias. Me van a dormir, no creo que me entere de nada (y eso espero), pero en fin, se agradece el ofrecimiento - volví a pensar unos segundos antes de quedarme dormida.
Después de siete horas de operación, cuando despierto, descubro lo ocurrido: al abrirme, los médicos vieron que el cáncer había afectado a la vejiga y al recto y decidieron quitar ambos órganos y practicarme dos ostomías.
Por si no lo sabes, una ostomía es una abertura que se realiza en la pared abdominal hacia donde se hace una derivación para que el cuerpo pueda eliminar sus desechos. Sobre la piel se coloca una bolsa para poder recoger los mismos ya que, a partir de ese momento, no hay control por parte de la persona.
El día que descubrí dos ostomías en mi abdomen cuando me desperté en la UCI, el mundo se me vino encima. No daba crédito que eso me pudiera estar pasando. Dudaba si se trataba de un sueño fruto de tanta anestesia o era real lo que estaba viviendo.
Me sentía derrotada. El cáncer había podido conmigo. Ahora estaría "muerta en vida". No quería saber nada de ostomías, ni de bolsas. Mi vida había terminado en ese quirófano.
Las enfermeras me decían que había muchas personas que vivían así y que tenían una vida normal. Yo sólo pensaba que me lo decían para consolarme. No creía que nadie pudiera vivir de esa manera.
Durante esos seis días que duró mi estancia en el hospital tras la operación, no quise saber nada de bolsas. Las enfermeras me preguntaban si quería que me enseñaban a tratar los estomas y yo siempre les decía que no.
Mi respuesta cambió el día que mi ginecólogo me comunicó que en un par de días me daría el alta. En ese momento, nuevamente, mi mundo se me vino encima. No podía andar, no me podía levantar, tenía muchísimo dolor por todo el cuerpo y ¿me iba a dar el alta en dos días?
Mi ginecólogo prefería que me recuperara en casa, así que su decisión era firme.
Esa misma tarde pregunté a una enfermera sobre mis estomas. Me enseñó lo que tenía que hacer respecto de la colostomía (derivación del colon), pero nada hablamos sobre la urostomía (derivación de los uréteres).
Mi sorpresa fue cuando a la mañana siguiente me estaban dando el alta. Así que, dolorida, sin apenas poder andar y sin saber cómo se manejaban los estomas, me fui a casa.
La primera vez que me miré al espejo, viendo un cuerpo que no reconocía, las lágrimas comenzaron a caer por mis mejillas.
Todavía tenía por delante un tratamiento de quimioterapia, pues el cáncer volvía a aparecer en mi cuerpo, así que no podía seguir rechazando mis estomas y, como consecuencia, mis bolsas.
¿Quieres saber cómo cambié mi diálogo interno para aceptar lo ocurrido y enfrentarme de nuevo al cáncer? Te lo cuento todo en mi nuevo libro, "Renacer en mi otro cuerpo".
Un fuerte abrazo, nos leemos en el siguiente artículo.
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Raquel Aldavero